sábado, 24 de febrero de 2007

A la mujer que ha caído por nosotros

A uno pueden hacerle creer que el hierro es algodón, que la madera es corcho, que el agua es una gota, que el huracán es la brisa... O que lo blando no es duro, que la belleza no es vigor, que la sonrisa no resiste, que los brazos no sostienen, que la sangre no es la sangre derramada ni seguirá derramándose mientra haya quien la ofrende a los dioses de la tierra sacratísima.
Pero no es así. Lo que es, es. Y la verdad es inmutable.
Por eso lloro a la mujer que ha caído por mí, a miles de kilómetros donde dio el primer beso y lanzó su anhelo de ser mi escudo, mi coraje, mi fortaleza, el cuerpo que se interpondría entre la pólvora del enemigo y mi corazón deseante. Qué ímpetu rasgado de ser también su auxilio y traerla de vuelta, su sangre salpicando la tierra que empaparon los amados de Alexandros, como si el tiempo ya no existiera para nosotros igual que ya no existe para ella.
Por eso pronuncio su nombre, que es para los mercenarios del poder el nombre de un error, un dígito, una desgracia. Y para mí el del guerrero que emuló a las amazonas y llevó nuestra matria y nuestro honor hasta la entraña desprendida de ella misma.
Aquí invoco su cuerpo destrozado, el de una muchacha que miró al sol de cara en el oriente, persiguiendo su sendero hasta expirar. Que tiemblen las columnas de los templos construidos por nuestros antiguos en el polvo de la tierra donde has muerto. Que ardan las piras esta noche y en ese polvo te diluyas confundida con el aire que aspiramos. Y que podamos saberte, camarada nuestra, amada nuestra, guerrera nuestra, en la inmolación que has hecho donde las arenas son turbias, defendiéndonos más allá de lo decible. Que nunca olvidemos tu nombre grabado ya por siempre en las planchas del valor y de lo eterno.
No eres un número ni una labor humanitaria. Para nosotros, eres la defensa de la patria, la mujer que desgarrándose, de nuevo, nos da la vida, Idoia.