jueves, 15 de febrero de 2007

Aborto: el no a la vida

En un programa televisivo de hace muchos años sobre naturaleza (ni sé cuál, ni el contexto, ni la nacionalidad, ni el motivo, sólo doy fe de mi recuerdo) la voz en off decía algo así como: pero la vida, a pesar de todo, se abre paso. Podía hablar de organismos unicelulares, de peces atrapados en el hielo o de una planta que nace entre dos baldosas de la terraza. La vida se abre paso, a pesar de las condiciones adversas en que haya de desarrollarse, casi en cualquier hábitat. E incluso cuando se pensaba desaparecida, vuelve a surgir tras su aletargamiento. El hombre y la mujer están lanzados a la vida, a reproducirla, a desdoblarse, a iniciar preliminares, juegos y arrobos (como todas las especies) que puedan dar (no digo “den”) libre curso a la prolongación de sus genes más allá de ellos. Incluso están obligados a gozar haciéndolo. Y eso es lo real, y la naturaleza, y el mundo, además de nuestra continuidad y la preservación de nuestra cultura y tradiciones.
Ante esta concepción del sexo y de la reproducción, ineluctable y, a lo mejor por eso, sagrada, no puedo dejar de contemplar el aborto como un atentado contra la vida, una afrenta al hecho de la existencia, un cuestionamiento de todo aquello por lo que, todos los que estamos, estamos aquí. El problema, por tanto, no radicaría en el hecho cuantitativo de que una mujer abortase –ya lo sería de por sí: para ella y, evidentemente, para el ser asesinado– sino en los condicionantes que la han llevado a abortar e incluso a tener relaciones sexuales sin saber qué estaba poniendo en funcionamiento al hacer uso de ellas, es decir, al ejercer su irresponsabilidad. Por ello mismo, el Estado y el pueblo no pueden consentir que una ineptitud adolescente o una ridícula pasión juvenil perviertan sus bases históricas y de proyección hacia el futuro. El aborto es poner fin a un embarazo. Legalizar el aborto es, por tanto, un modo muy sibilino de ilegalizar la concepción, de considerarla casi una violencia contra el cuerpo, aquello que ocurre por una desgracia (no pusimos los medios, íbamos muy calientes, se rompió el preservativo…) en vez de apreciarlo en cuanto consecuencia lógica de la cópula. Que se pueda abortar impunemente (ya nadie se cree el cuento de los tres supuestos) es abrir el camino a la insensibilidad y a la insensibilización. Y a las pruebas me remito. Se critica la existencia de ciertos videojuegos (cosa necesaria, dicho sea de paso) y, sin embargo, se permite y defiende el exterminio sistemático de decenas de miles de seres humanos porque no han llegado en buen momento…
Alguien debería enseñarles a los jóvenes que el sexo ni es una diversión ni la emulación de los personajes de una película, sino la puesta en juego de la energía más poderosa del universo, la que nos ha hecho estar aquí. Quien “juegue” debe saber a qué, pero también cómo y qué implica jugar. Ahora bien, no debe tener, encima, la desfachatez de cargar a su pueblo con las “opciones” que, como adultos o aprendices de adultos, hayan tomado. Esas “cargas” son el envejecimiento de la población, la desaparición de las generaciones del mañana, y la falta de deferencia hacia la cultura en la que se inscriben padres e hijos…
En última instancia, lo peor no es la existencia del aborto, sino el hecho de que se considera una solución más, una elección sin trascendencia, aceptada por la sociedad y pagada por el Estado. ¿Y en base a qué? Al puro egoísmo, a la incapacidad, a la incultura. Necesitamos hombres y mujeres más sabios, y a la vez más conscientes de cuál es su verdadero cometido. Sabiendo qué les corresponde hacer, y no hacer, en una Europa que tanto habrá de luchar por su supervivencia... como para ir matando a quien podría haber pronunciado nuestros nombres, o los nombres de nuestros antiguos, en la herencia milenaria de su sangre.