viernes, 21 de septiembre de 2007

Aquí la noche tiene el nombre de Valeria


Acaba de publicarse el, hasta la fecha, último libro de Josep Carles Laínez, Aquí la noche tiene el nombre de Valeria. De él, ha dicho el escritor Fernando Sánchez Dragó que es un libro "degenerado". En efecto, el aforismo, la reflexión, el dietario e incluso el poema en prosa se entrelazan e intercalan. Sin embargo, late en ellos un mismo espíritu: la meditación sobre el ser de Castilla, junto a la experiencia de Valeria, una ciudad en ruinas donde los vivos y los muertos se entrecruzan.
La obra es una inmersión lírica y reflexiva en una senda abierta ya por la generación del 98: la meditación sobre la esencia de Castilla, y el modo en que ésta ha impregnado también el pensamiento sobre España.
La cuestión de Castilla, de qué es, qué fue y qué significa en la actualidad rezuma por todas las palabras. Paralelo a este motor, se encuentra una segunda línea narrativa en la que la Antigüedad, a través de las ruinas de Valeria, se entrelaza con el presente. En la confluencia de ambas vías, y en los personajes fantasmales que las habitan, florece este libro extraño y breve.
Josep Carles Laínez ha declarado que “Aquí la noche tiene el nombre de Valeria es difícilmente clasificable. Hay, por encima de todo, una vivencia de una tierra que siento propia, pues mis antepasados han morado aquí durante siglos, pero también necesito vincular esta geografía con aquello que nos hizo como somos: Roma, de la que tantos vestigios, además, restan en Castilla y, en concreto, en la provincia de Cuenca”.
El texto está sujeto a múltiples lecturas. Laínez ha afirmado que “en un momento determinado sentencio ‘Este libro es una teoría de Castilla’, y así lo concebí. Se trata, claro está, de una Castilla que se ancla en lo legendario, en lo transhistórico. Desde esa opción intelectual es como mejor se puede comprender Aquí la noche tiene el nombre de Valeria”.

domingo, 10 de junio de 2007

LA TUMBA DE LEÓNIDAS


En el año 480 a.C., un ejército de miles de hombres, encabezado por el emperador persa Jerjes I, acometió la invasión de las tierras griegas. En el mes de agosto de ese año iba a desarrollarse una de las batallas míticas por excelencia en la historia de Europa. Leónidas, rey de Esparta, se dirigió hacia las Termópilas para detener el avance de los asiáticos. No consiguió frenarlos, pero su muerte, y la de todos aquellos que lo acompañaban en primera línea, sirvió para que las tropas helenas se organizaran y alcanzasen en Salamina la victoria final. En La tumba de Leónidas (Barcelona, Áltera, 2006), Josep Carles Laínez relata esa batalla desde una perspectiva fiel y al tiempo legendaria, con una prosa que entremezcla la sugerencia del dietario y la épica del combate por unas ideas trascendentes. Con las debidas licencias en una obra de ficción, el espíritu que se transmite es el de un sacrificio asumido y necesario. Y, tal vez, desde nuestra visión contemporánea, tristemente incomprensible. No obstante, si somos ahora europeos, es porque Leónidas se inmoló en las Termópilas.

lunes, 9 de abril de 2007

La judeofobia solidaria

Voy a formular una pregunta incómoda: ¿Qué es potencialmente más peligroso para la paz hoy día y para el futuro inmediato, intentar sembrar dudas sobre el alcance del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial, o sostener que el Estado de Israel debe desaparecer? Lo primero, lógica y afortunadamente, está penado por la ley en muchos países europeos, incluido el nuestro; lo segundo, de manera paradójica, no sólo no está penado, sino que es un signo de distinción en las clases intelectuales de esos mismos países, la moda más progresista de los antiimperialistas de la tierra. No obstante, es una pregunta que debemos plantearnos con urgencia. No para hacer tabula rasa con respecto al pasado, sino tal vez para comenzar a preocuparnos ante la esquizofrenia que vive la sociedad europea y el riesgo del futuro.
Con independencia de cuestiones sentimentales y legales, me da la impresión de que abogar por la extinción de un país (desearlo, escribirlo y establecer alianzas reales) es mucho más preocupante que una puesta en duda de la verdad histórica. Descreer de la llegada del hombre a la Luna, de la bisexualidad de Alejandro Magno o de quién comenzó la Guerra Civil española, siempre va a darse. Pero posicionarse contra un país y no concederle el derecho a existir no sólo es preocupante; es aterrador.
Para mí, el problema no es tanto qué intelectual europeo señaló a un judío hace más de sesenta años (y lejos de mi intención banalizar tal cosa; póngase, por favor, en su justo medio), sino qué intelectual europeo está señalando a un judío a comienzos del siglo XXI. Céline, Arno Breker, Martin Heidegger e tutti quanti están ya muertos; y sobre ellos ha caído una losa que, a pesar de su brillantez o no como escritores, artistas o pensadores, va a ser muy difícil que se les quite de encima nunca. Sin embargo hay muchos periodistas, articulistas, ensayistas o artistas que han ocupado el lugar de los citados, pero, oh bondad de las palabras, ya no son antisemitas enloquecidos, sino solidarios antiimperialistas. Tal denominación los convierte en tolerantes, liberales, justos en su juicios, sosegados, matizados, sabios. Y el ataque a los judíos (camuflado de ataque a los sionistas) se realiza de manera impune, y con chulería, y estigmatizando a aquel que se le ocurra abrir la boca en defensa de Israel; con el cinismo, además, y el encarnizamiento, de llamarlo “nazi”.
En este sentido, es como si con los códigos penales que castigan el antisemitismo del siglo XX, los gobiernos europeos ya estuvieran tranquilos. Por eso entra en el delirio que la imprescindible extensión de las leyes contra los que nieguen el holocausto pasado no se vea correspondida con leyes contra quienes desean un holocausto futuro (el fin de Israel, con lo que tal cosa significaría); o sería cómico, si no fuera patético y lamentable, que una persona pueda ser enjuiciada y condenada tanto por atacar a los judíos (cualquier declaración con ribetes antisemitas de los descerebrados habituales) como por defenderlos (el derecho a tener un país y regirse por sí mismos). ¿Es equitativo juzgar a alguien por distribuir la Execración contra los judíos de Francisco de Quevedo y, sin embargo, no se pida ni siquiera la documentación a quien porta pancartas a favor de la desaparición de Israel? ¿No es moralmente reprochable y a lo mejor legalmente inadmisible que una revista valenciana, muy ligada a fondos universitarios, haya distribuido entre sus páginas un marcador con los nombres de Bush y Sharon unidos por una esvástica? Pero eso no importa. El progresismo judeófobo solidario señalará al puñado de locos o nostálgicos que alaben a Franco y a Hitler, pero no tendrá problemas en unirse a quienes organizan congresos revisionistas, niegan el Holocausto, desean la extinción de Israel, queman banderas con la estrella de David o incluso afrentan a la reina de España no dándole la mano. Y no queda ahí la cosa, asimismo puede visitárseles (Felipe González a Ahmadineyad), se puede firmar un acuerdo turístico con ellos (hace poco entre Irán y España) o se les puede publicar libros en español. Los muertos, la verdad, ya no molestan; alarman los vivos.
Al no perseguir la judeofobia actual que ya no recibe ese nombre, sino el de “antisionismo”, al no actuar contra esa tendencia siniestra de cambiar algo para que todo continúe igual, no sólo no se está contribuyendo a la desaparición de la judeofobia, sino a un acrecentamiento de tal sentimiento irrazonable, a dividir el mundo entre judíos buenos (los de fuera de Israel) y judíos malos (los israelíes), con la posibilidad de que los primeros se conviertan en los segundos, por ello los policías del pensamiento anti y progre habrán de estar a toda hora vigilantes… Se supone que las leyes contra la negación del exterminio judío están para que no se repita aquella masacre, ¿pero nadie se da cuenta de que los “nazis” de hoy ya no llevan uniforme pardo sino falso uniforme progresista?, ¿no perciben que el peligro está en la pretendida autoridad moral con la que atacan todo lo israelí? ¿Y qué son los israelíes sino judíos? Porque lo siguiente es afirmar que los judíos sólo tienen derecho a existir si pierden su patria y, a lo mejor, su condición, es decir, si se asimilan. Y habremos llegado al punto de partida del odio a lo diferente, del simple y llano odio al judío. Como, por desgracia, hace cientos de años. O peor aún: como hace miles.

martes, 3 de abril de 2007

This is the End

En la edición digital de El País del viernes 30 de marzo de 2007, dos noticias finales han llevado a la fácil síntesis de mi título: una fotografía del sempiterno y seductor Jim Morrison, y una información verdaderamente escalofriante: “un 67 % [de los españoles] está a favor de que los musulmanes residentes en España puedan votar en las elecciones”. Parece que el líder de The Doors haya puesto letra y música a esa tendencia de los españoles (y de los europeos) a dejar de decidir, a meter la cabeza en la cuerda de su horca. Ésta es la impresión y la incomprensión. El dato puede leerse también como que un 67 % de los españoles ya no piensa por sí mismo, tan sólo repite consignas sobre cuyos efectos no se pregunta. Si los países de Europa no existen o son pactables, si meramente son “Constitución”, es revisable todo cuanto les concierne: la historia, las manifestaciones religiosas, la lengua, la forma política bajo la cual regirse… Por tal motivo no juzgo necesario ser apocalíptico para concluir con la afirmación de mi título; basta con ser pesimista. Y en Europa, desde hace unos lustros, ser pesimista es sinónimo de ser realista, de reconocer por dónde nos conducen los rumbos captavotos de los partidos sin ideales: mantenerse en el poder pese a quien pese, aunque en ese camino hayan de ir dinamitando los escalones por donde ascendieron.
La paradoja de estas tendencias alimentadas desde los gobiernos, en aras a conseguir lo en teoría descrito por palabras hermosas, y, en algunos casos, por desgracia, huecas, del estilo de “convivencia”, “solidaridad”, “igualdad de derechos”… es que los Estados-nación (sin conseguir engañar a los pequeños nacionalismos) se han convertido en lo que eran desde un principio: en Estados, pues no hay ninguna coherencia nacional en sus supuestos, no pretenden defender ninguna nación porque nunca la han sentido como tal, y tratan su territorio en calidad de empresa con deudas y beneficios, aumento de personal y deberes laborales, provecho económico y acciones rentables, en vez de unidad histórica con una serie de características propias. En el mundo no hay naciones (o casi no hay) convertidas en Estados, sino Estados que han querido disfrazarse de naciones.
La cesión del voto, y, por consiguiente, la entrega del país, a quienes son extranjeros y además individuos insertos en una forma de vida sociorreligiosa imposible de compatibilizar con la práctica de la democracia y de un Estado de derecho, es una prueba clara de que los Estados-nación en Europa son simples estructuras económicas sin un ápice de espíritu nacional (también Italia, con el líder de Forza Italia-Fiamma Tricolore, Gianfranco Fini, visitando mezquitas y a favor del voto de los extranjeros). Están caducas las grandes ideas que podrían hacer, a quien se encuentra en su tejido histórico y vivencial, experimentar el gozo de inscribirse en una tradición construida por sus antepasados. La esperanza, por tanto, se halla en las pequeñas naciones. Ellas pugnan por la obtención de un Estado y un reconocimiento internacional, defienden sus señas identitarias, critican los peligros de una inmigración que va en perjuicio del desarrollo de los países del tercer mundo, temen romper la transmisión de una lengua y de una cultura intrínsecamente propia, y son celosas guardianas de su idiosincrasia a pesar de los intentos de genocidio cultural ejercidos desde la metrópoli.
Si permitimos a quien no es europeo, ni quiere serlo, elegir quién debe gobernar a los europeos, Europa ya no va a ser nunca Europa, sino una entidad en transición: europeos que ceden sus derechos en beneficio de una minoría plutócrata y sin raíces, sin reciprocidad, con la exigencia de dejar de ser pronto aquello por lo que tanto lucharon sus antecesores, y devenir el objetivo último del liberalismo: el reinado del vacío, la exaltación de la nada.

lunes, 26 de marzo de 2007

La Europa del vómito

Este artigo en lingua galega: Europa Europa
Hacía tiempo, y ya es difícil, dada la altura intelectual de nuestros días, que no leía tanta imbecilidad junta en tan pocas líneas. Ha tenido la gentileza Álvaro Vasconcelos, director del Instituto de Estudios Estratégicos e Internacionales de Portugal, de quien reproducía el pasado 25 de marzo de 2007 el rotativo El País un artículo, “Una Europa mundo”, donde no cabe mayor autoodio, deseo de genocidio cultural y errónea mala conciencia; de haberlos, el periódico explota.
Celebraciones de la desintegración de un pueblo –del nuestro, para más señas– suelen tener lugar todos los días; pero es más díficil que tales textos, además tan insidiosos y mezquinos, salgan a plena página en un gran medio. Sin embargo ahí lo tenemos, toda la inquina de Álvaro Vasconcelos, contra sí mismo y contra su nación, excretada en forma de escrito donde pide que Europa se desintegre, desaparezca, deje de ser, confundiendo derechos humanos con derechos de un pueblo, tergiversando respeto hacia lo diferente con disolución de una cultura, viendo en los nacionalismos europeos el principio de todos los males (debería recordar cómo nació Portugal…), deseando que Europa sea un simple mercado (perdón, “zoco”), donde sólo se respete la cultura de los forasteros (los únicos que, valga la paradoja, demuestran verdadero interés y conciencia en proteger la suya; si fueran como Vasconcelos… o si fuéramos como ellos…).
Hay dos puntos donde el artículo de nuestro “analista” da el do de pecho. Son afirmaciones tajantes: “el islam es una gran religión europea”, es la primera; la segunda es aún más increíble: “la Unión [Europea] debe extender la lógica de inclusión [a los países del Mediterráneo]”. Estos intentos de emponzoñar la vida de los europeos, de realizar un lavado de cerebro integral de lo que generaciones tras generaciones hemos sido, han de atajarse con negativas radicales: el islam no es, ni será nunca, una religión europea, y la Unión Europea jamás debe ampliarse a Estados no europeos. Así de sencillo. Quien esté en contra de estas dos afirmaciones será un riesgo para la supervivencia de Europa, pues estará abogando por un genocidio cultural, social y religioso: el nuestro.
Evidentemente, Álvaro Vasconcelos no se queda ahí, también azuza los fantasmas inexistentes de la extrema derecha (¿qué extrema derecha hay peligrosa en Europa?, ¿quién amenaza la seguridad de los europeos: los nazis o los islamistas?, ¿quién pide la recuperación de España con el mal nombre de al-Ándalus: los secuaces de Adolf Hitler o los de Bin Laden?, ¿quién ha matado en España últimamente: partidos fascistas organizados o los marxista-leninistas y los islamistas?), solicita la aprobación de una carta europea contra la xenofobia y el racismo (en la cual querrá, muy posiblemente, que la crítica de ciertos comportamientos islámicos sea considerada delito, que todo cuanto no se quede en desprecio de la tradición europea sea sospechoso, como están consiguiendo ya), aboga por la adhesión de Turquía a la Unión Europea de manera inmediata (para demostrar que no somos un club de civilizaciones, sino “mundo”) y embaucando, al incauto que crea en su discurso, con un “sólo siendo mundo podrá la Unión seguir siendo Europa”: la cuadratura del círculo, la plasmación más exacta de su desconocimiento.
¿Por qué hay tanto interés por parte de los europeos en destruirse? ¿Por qué defienden algunos políticos, y con tanto celo, aquellas culturas cuya implantación y extensión nos van a llevar a convertirnos en minorías en nuestras tierras ancestrales? ¿Reciben algún “sueldo” o es congénita su necedad? Muchas preguntas sin respuesta. Pero tras la lectura del panfleto de Vasconcelos sólo queda una cosa clara: la Europa mundo que abandera será el mundo sin Europa.

martes, 20 de marzo de 2007

Fantasía polonesa

Aquest article en la seva versió original: Levante-EMV
Este artigo en lingua galega: Europa Europa
La ignorancia conduce a la barbarie. Alguien habría de explicárselo al gobierno polaco, a su presidente, a sus ministros, a sus asesores y a sus votantes. También debería comunicárselo al resto de gobiernos europeos, pues tal vez Polonia no merece seguir dentro de la Unión Europea si sigue sus pasos en la persecución penal de la homosexualidad. Los motivos de tal afirmación son varios y objetivos (el atentado contra los derechos humanos y la igualdad esencial de las personas, la política de apartheid sexual que inicia, la posibilidad de una escalada de la violencia contra miembros del colectivo GLBT, la legalización de la discriminación…), además de intolerables para una sociedad democrática. No obstante, aparte de la perplejidad que produce, y la movilización a la que llama, no puedo desligar de ver ese proyecto de ley, cuyo objetivo es perseguir a quien defienda o trate de la homosexualidad en las instituciones académicas del país eslavo, como ejemplo patético de analfabetismo, de un ridículo absoluto.
Guste o no, la cultura europea más prístina (aunque sea en el sentido etimológico del adjetivo) se sustenta en la homosexualidad. Si bien el antropólogo asturiano Alberto Cardín demostró por nuestros lares, y en imprescindibles estudios, la extensión de comportamientos homo(eróticos/sexuales/fílicos) en todos los pueblos del globo, es en Europa donde adquirió un aura legendaria (aunque después se la tratase de esconder). El vínculo entre Aquiles y Patroclo es fundacional de nuestra cultura, al igual que El banquete de Platón o la fascinación de Sócrates por los muchachos. Alejandro Magno y Hefestión no jugaban al escondite entre las sábanas, sino que se amaban con la fuerza y la pasión de dos guerreros. Y de Leónidas y sus espartanos, la disciplina militar se regaba con la emulación de lo masculino, y con el sexo carne contra carne. Qué tiempos aquellos, tan lejanos, donde el ejército se fundamentaba en el vínculo amoroso entre los hombres; pero qué triste ahora que los polacos (y muchos no polacos) no puedan comprenderlo. Grecia nos dio el mito; Roma, más tarde, nos proporcionaría una fascinante bisexualidad: Catulo, Julio César, Propercio, Virgilio, Marcial, Tibulo… nombres básicos de nuestro paso por la historia, de nuestra cultura irrenunciable.
¿Tal vez sea éste el conocimiento sobre el cual quiere el gobierno polaco hacer callar a quien lo exponga? ¿Cómo será posible tratar de Grecia y de Roma sin referirse a la homosexualidad (tan normal, tan pura) inherente a las mismas? ¿Y con qué derecho silencia? ¿Con el del conservadurismo religioso? Si es así (cosa no del todo inverosímil cuando el último obispo de Roma fue polaco), demuestran además no tener ni pajorera idea de moral cristiana. Son ejemplos trillados, lo sé, pero que expliquen la relación entre el rey David y Jonatan, por quedarnos en el Antiguo Testamento, o que digan dónde condena Jeshúa ha-Mashíah las relaciones amorosas entre hombres (pero sin hablarme de Pablo, por favor, ese Joseph Smith de la Antigüedad autoproclamado apóstol). Si el cristianismo enseña el amor y la comprensión, estos gobernantes polacos resulta que tampoco son cristianos. ¿Qué son, entonces?
Un peligro. Cuando Jörg Haider consiguió formar parte del gobierno austriaco, la Unión Europea cerró filas y estuvo expectante ante posibles “desviaciones”. El caso ahora es semejante y no admite retrasos. Está en juego la credibilidad democrática de la UE, el respeto a la tradición europea (grecorromana o cristiana), y la libertad y los derechos esenciales de los seres humanos que conformamos Europa. No es poco.

jueves, 15 de marzo de 2007

El día que Soria ya no sea Soria

Garray es una pequeña localidad vecina a Numancia. Viajando desde la capital soriana hasta el cerro de la leyenda, uno ve los carteles indicadores, e incluso, aunque sea perdiéndose, llega a entrar en el pueblo. Una gasolinera próxima, en la carretera nacional, con sus luces en la noche, me hizo presagiar brillos más agudos en el valle: esa ciudad en cuya entraña, tantos escritores, han encontrado un latido de Castilla más insondable aún que la misma Castilla.
En algún otro texto, ya he hablado de mis vínculos sentimentales y familiares con diversas localidades de Soria (en particular, con la capital de la provincia y con la noble Almazán; allí vivieron muchos años mis abuelos y mi madre). Los publicó el escritor y amigo Antonio Ruiz Vega en su web Crímental, desaparecida al igual que tantas revistas y colecciones de libros donde se dejaba constancia de un mundo (curanderos y ensalmos, relatos populares, vínculos primigenios, religiosidad arcana…) en vía de extinción, o de cuya memoria pocos, más bien pocos, guardarán recuerdo en breve. Volúmenes y artículos imprescindibles, aquellos de los Cuadernos de Etnología Soriana, para recrear Soria; también para crearla.
Soria es un lugar a donde deseo ir, es decir, cada vez que se plantea un viaje a sus tierras, esa ida la vivo con anhelo: por el recorrido, cruzando Aragón, yendo a las raíces de mi carne; por la gente con la que suelo estar en el alto llano numantino (el mismo Antonio, Isidro-Juan, Javier, Fernando…); y por volver a experimentar el silencio de Soria, uno de los lugares donde Europa sigue siendo Europa, y aún se escucha, junto al ladrido nocturno de los perros, cómo galopan los jinetes del ensueño y el fuego crepita en la noche mística de las piedras. Será un tópico hablar de la morosidad que impone el frío, o del sosiego en el que te sumerges mientras escribes un poema, cruje la madera y los árboles tienen nombre. Será un tópico… pero las cosas en Soria tienen la hechura de lo verdadero, el ademán de lo perdurable. O de tal modo las siento, cruzando una calle o mirando al cielo desde una madrugada en vela.
Toda Soria es un abismo de Castilla, es decir, el punto de fuga donde convergen las líneas más pretéritas de su pasado, el territorio donde la historia castellana se convierte en mito allende los siglos. Al igual que Burgos, aflora de ella la ruina. Pero a diferencia de los lugares que nos retrotraen al medievo, Soria nos aboca a nuestra gota de sangre más antigua. Soria es el primer vagido de Hispania, el centro metafísico de una patria celtíbera, las cuevas que dejan manar el murmullo de las diosas...
Por eso el día que junto al espacio sagrado de Numancia te encuentres remedos de edificios urbanitas, que donde antes anidaban las cigüeñas aparquen los vehículos y las motos, que la hierba sea arrancada y los insectos ya no existan, que los árboles nacidos libres sean confinados al reducto de las vallas, que la mentira artificial se anteponga a la verdad purísima, que los chopos del Duero sean la postal de un anuncio televisivo… el día que Soria ya no sea Soria, quizá nosotros tampoco seamos ya nosotros: ni los sorianos, ni quienes tantas veces nos sentimos sorianos, y estos días más que nunca. El atentado natural que desea perpetrarse en Garray, esa patria contigua a lo legendario, es la noticia que perturba las tierras que custodian el espíritu.
Los cambios pueden ser imperceptibles y no darte cuenta. La sorpresa se produce cuando la destrucción de un paraje natural se anuncia, se festeja y encima se proclama con el cinismo de nombrarla con el antónimo de cuanto significa. La “Ciudad del Medio Ambiente de Soria” es, así, una aberración. Mejor dicho, una abominación de políticos irracionales y de arquitectos sin escrúpulos, cuya vanidad sobrepasa su conciencia. No persiguen otro objetivo que el material, el más ruin, y desean acabar con la naturaleza al creerse dueños de la tierra, amos de los días que podrían aquí vivirse.
Ecocidio es una palabra harto molesta, pero es oportunísima. Ecocidio es el ansia incomprensible de construir cualquier cosa en no importa qué lugar. Como si hicieran alguna falta nuevos pisos, casas de fin de semana, la creación de puestos de trabajo cuando el paro es el mismo y no hay nadie que trabaje. Ecocidas son quienes mienten para extraer un provecho del ladrillo, aunque sólo sea el de la pompa. Ecocidas aquellos que los secundan. Y ecocidas quienes no proclaman la ignominia.
Hasta ahora quedaban espacios, si no sagrados, sacralizados. En el momento en que éstos se violan con impunidad y regocijo, penetrando hasta el tuétano de nuestra esencia, hemos de comenzar a pensar en el final. Al menos en dar testimonio del ocaso de nuestra civilización, en ser los últimos que den un grito, porque el día que Soria ya no sea Soria, Europa estará muriendo.