martes, 3 de abril de 2007

This is the End

En la edición digital de El País del viernes 30 de marzo de 2007, dos noticias finales han llevado a la fácil síntesis de mi título: una fotografía del sempiterno y seductor Jim Morrison, y una información verdaderamente escalofriante: “un 67 % [de los españoles] está a favor de que los musulmanes residentes en España puedan votar en las elecciones”. Parece que el líder de The Doors haya puesto letra y música a esa tendencia de los españoles (y de los europeos) a dejar de decidir, a meter la cabeza en la cuerda de su horca. Ésta es la impresión y la incomprensión. El dato puede leerse también como que un 67 % de los españoles ya no piensa por sí mismo, tan sólo repite consignas sobre cuyos efectos no se pregunta. Si los países de Europa no existen o son pactables, si meramente son “Constitución”, es revisable todo cuanto les concierne: la historia, las manifestaciones religiosas, la lengua, la forma política bajo la cual regirse… Por tal motivo no juzgo necesario ser apocalíptico para concluir con la afirmación de mi título; basta con ser pesimista. Y en Europa, desde hace unos lustros, ser pesimista es sinónimo de ser realista, de reconocer por dónde nos conducen los rumbos captavotos de los partidos sin ideales: mantenerse en el poder pese a quien pese, aunque en ese camino hayan de ir dinamitando los escalones por donde ascendieron.
La paradoja de estas tendencias alimentadas desde los gobiernos, en aras a conseguir lo en teoría descrito por palabras hermosas, y, en algunos casos, por desgracia, huecas, del estilo de “convivencia”, “solidaridad”, “igualdad de derechos”… es que los Estados-nación (sin conseguir engañar a los pequeños nacionalismos) se han convertido en lo que eran desde un principio: en Estados, pues no hay ninguna coherencia nacional en sus supuestos, no pretenden defender ninguna nación porque nunca la han sentido como tal, y tratan su territorio en calidad de empresa con deudas y beneficios, aumento de personal y deberes laborales, provecho económico y acciones rentables, en vez de unidad histórica con una serie de características propias. En el mundo no hay naciones (o casi no hay) convertidas en Estados, sino Estados que han querido disfrazarse de naciones.
La cesión del voto, y, por consiguiente, la entrega del país, a quienes son extranjeros y además individuos insertos en una forma de vida sociorreligiosa imposible de compatibilizar con la práctica de la democracia y de un Estado de derecho, es una prueba clara de que los Estados-nación en Europa son simples estructuras económicas sin un ápice de espíritu nacional (también Italia, con el líder de Forza Italia-Fiamma Tricolore, Gianfranco Fini, visitando mezquitas y a favor del voto de los extranjeros). Están caducas las grandes ideas que podrían hacer, a quien se encuentra en su tejido histórico y vivencial, experimentar el gozo de inscribirse en una tradición construida por sus antepasados. La esperanza, por tanto, se halla en las pequeñas naciones. Ellas pugnan por la obtención de un Estado y un reconocimiento internacional, defienden sus señas identitarias, critican los peligros de una inmigración que va en perjuicio del desarrollo de los países del tercer mundo, temen romper la transmisión de una lengua y de una cultura intrínsecamente propia, y son celosas guardianas de su idiosincrasia a pesar de los intentos de genocidio cultural ejercidos desde la metrópoli.
Si permitimos a quien no es europeo, ni quiere serlo, elegir quién debe gobernar a los europeos, Europa ya no va a ser nunca Europa, sino una entidad en transición: europeos que ceden sus derechos en beneficio de una minoría plutócrata y sin raíces, sin reciprocidad, con la exigencia de dejar de ser pronto aquello por lo que tanto lucharon sus antecesores, y devenir el objetivo último del liberalismo: el reinado del vacío, la exaltación de la nada.