lunes, 9 de abril de 2007

La judeofobia solidaria

Voy a formular una pregunta incómoda: ¿Qué es potencialmente más peligroso para la paz hoy día y para el futuro inmediato, intentar sembrar dudas sobre el alcance del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial, o sostener que el Estado de Israel debe desaparecer? Lo primero, lógica y afortunadamente, está penado por la ley en muchos países europeos, incluido el nuestro; lo segundo, de manera paradójica, no sólo no está penado, sino que es un signo de distinción en las clases intelectuales de esos mismos países, la moda más progresista de los antiimperialistas de la tierra. No obstante, es una pregunta que debemos plantearnos con urgencia. No para hacer tabula rasa con respecto al pasado, sino tal vez para comenzar a preocuparnos ante la esquizofrenia que vive la sociedad europea y el riesgo del futuro.
Con independencia de cuestiones sentimentales y legales, me da la impresión de que abogar por la extinción de un país (desearlo, escribirlo y establecer alianzas reales) es mucho más preocupante que una puesta en duda de la verdad histórica. Descreer de la llegada del hombre a la Luna, de la bisexualidad de Alejandro Magno o de quién comenzó la Guerra Civil española, siempre va a darse. Pero posicionarse contra un país y no concederle el derecho a existir no sólo es preocupante; es aterrador.
Para mí, el problema no es tanto qué intelectual europeo señaló a un judío hace más de sesenta años (y lejos de mi intención banalizar tal cosa; póngase, por favor, en su justo medio), sino qué intelectual europeo está señalando a un judío a comienzos del siglo XXI. Céline, Arno Breker, Martin Heidegger e tutti quanti están ya muertos; y sobre ellos ha caído una losa que, a pesar de su brillantez o no como escritores, artistas o pensadores, va a ser muy difícil que se les quite de encima nunca. Sin embargo hay muchos periodistas, articulistas, ensayistas o artistas que han ocupado el lugar de los citados, pero, oh bondad de las palabras, ya no son antisemitas enloquecidos, sino solidarios antiimperialistas. Tal denominación los convierte en tolerantes, liberales, justos en su juicios, sosegados, matizados, sabios. Y el ataque a los judíos (camuflado de ataque a los sionistas) se realiza de manera impune, y con chulería, y estigmatizando a aquel que se le ocurra abrir la boca en defensa de Israel; con el cinismo, además, y el encarnizamiento, de llamarlo “nazi”.
En este sentido, es como si con los códigos penales que castigan el antisemitismo del siglo XX, los gobiernos europeos ya estuvieran tranquilos. Por eso entra en el delirio que la imprescindible extensión de las leyes contra los que nieguen el holocausto pasado no se vea correspondida con leyes contra quienes desean un holocausto futuro (el fin de Israel, con lo que tal cosa significaría); o sería cómico, si no fuera patético y lamentable, que una persona pueda ser enjuiciada y condenada tanto por atacar a los judíos (cualquier declaración con ribetes antisemitas de los descerebrados habituales) como por defenderlos (el derecho a tener un país y regirse por sí mismos). ¿Es equitativo juzgar a alguien por distribuir la Execración contra los judíos de Francisco de Quevedo y, sin embargo, no se pida ni siquiera la documentación a quien porta pancartas a favor de la desaparición de Israel? ¿No es moralmente reprochable y a lo mejor legalmente inadmisible que una revista valenciana, muy ligada a fondos universitarios, haya distribuido entre sus páginas un marcador con los nombres de Bush y Sharon unidos por una esvástica? Pero eso no importa. El progresismo judeófobo solidario señalará al puñado de locos o nostálgicos que alaben a Franco y a Hitler, pero no tendrá problemas en unirse a quienes organizan congresos revisionistas, niegan el Holocausto, desean la extinción de Israel, queman banderas con la estrella de David o incluso afrentan a la reina de España no dándole la mano. Y no queda ahí la cosa, asimismo puede visitárseles (Felipe González a Ahmadineyad), se puede firmar un acuerdo turístico con ellos (hace poco entre Irán y España) o se les puede publicar libros en español. Los muertos, la verdad, ya no molestan; alarman los vivos.
Al no perseguir la judeofobia actual que ya no recibe ese nombre, sino el de “antisionismo”, al no actuar contra esa tendencia siniestra de cambiar algo para que todo continúe igual, no sólo no se está contribuyendo a la desaparición de la judeofobia, sino a un acrecentamiento de tal sentimiento irrazonable, a dividir el mundo entre judíos buenos (los de fuera de Israel) y judíos malos (los israelíes), con la posibilidad de que los primeros se conviertan en los segundos, por ello los policías del pensamiento anti y progre habrán de estar a toda hora vigilantes… Se supone que las leyes contra la negación del exterminio judío están para que no se repita aquella masacre, ¿pero nadie se da cuenta de que los “nazis” de hoy ya no llevan uniforme pardo sino falso uniforme progresista?, ¿no perciben que el peligro está en la pretendida autoridad moral con la que atacan todo lo israelí? ¿Y qué son los israelíes sino judíos? Porque lo siguiente es afirmar que los judíos sólo tienen derecho a existir si pierden su patria y, a lo mejor, su condición, es decir, si se asimilan. Y habremos llegado al punto de partida del odio a lo diferente, del simple y llano odio al judío. Como, por desgracia, hace cientos de años. O peor aún: como hace miles.

martes, 3 de abril de 2007

This is the End

En la edición digital de El País del viernes 30 de marzo de 2007, dos noticias finales han llevado a la fácil síntesis de mi título: una fotografía del sempiterno y seductor Jim Morrison, y una información verdaderamente escalofriante: “un 67 % [de los españoles] está a favor de que los musulmanes residentes en España puedan votar en las elecciones”. Parece que el líder de The Doors haya puesto letra y música a esa tendencia de los españoles (y de los europeos) a dejar de decidir, a meter la cabeza en la cuerda de su horca. Ésta es la impresión y la incomprensión. El dato puede leerse también como que un 67 % de los españoles ya no piensa por sí mismo, tan sólo repite consignas sobre cuyos efectos no se pregunta. Si los países de Europa no existen o son pactables, si meramente son “Constitución”, es revisable todo cuanto les concierne: la historia, las manifestaciones religiosas, la lengua, la forma política bajo la cual regirse… Por tal motivo no juzgo necesario ser apocalíptico para concluir con la afirmación de mi título; basta con ser pesimista. Y en Europa, desde hace unos lustros, ser pesimista es sinónimo de ser realista, de reconocer por dónde nos conducen los rumbos captavotos de los partidos sin ideales: mantenerse en el poder pese a quien pese, aunque en ese camino hayan de ir dinamitando los escalones por donde ascendieron.
La paradoja de estas tendencias alimentadas desde los gobiernos, en aras a conseguir lo en teoría descrito por palabras hermosas, y, en algunos casos, por desgracia, huecas, del estilo de “convivencia”, “solidaridad”, “igualdad de derechos”… es que los Estados-nación (sin conseguir engañar a los pequeños nacionalismos) se han convertido en lo que eran desde un principio: en Estados, pues no hay ninguna coherencia nacional en sus supuestos, no pretenden defender ninguna nación porque nunca la han sentido como tal, y tratan su territorio en calidad de empresa con deudas y beneficios, aumento de personal y deberes laborales, provecho económico y acciones rentables, en vez de unidad histórica con una serie de características propias. En el mundo no hay naciones (o casi no hay) convertidas en Estados, sino Estados que han querido disfrazarse de naciones.
La cesión del voto, y, por consiguiente, la entrega del país, a quienes son extranjeros y además individuos insertos en una forma de vida sociorreligiosa imposible de compatibilizar con la práctica de la democracia y de un Estado de derecho, es una prueba clara de que los Estados-nación en Europa son simples estructuras económicas sin un ápice de espíritu nacional (también Italia, con el líder de Forza Italia-Fiamma Tricolore, Gianfranco Fini, visitando mezquitas y a favor del voto de los extranjeros). Están caducas las grandes ideas que podrían hacer, a quien se encuentra en su tejido histórico y vivencial, experimentar el gozo de inscribirse en una tradición construida por sus antepasados. La esperanza, por tanto, se halla en las pequeñas naciones. Ellas pugnan por la obtención de un Estado y un reconocimiento internacional, defienden sus señas identitarias, critican los peligros de una inmigración que va en perjuicio del desarrollo de los países del tercer mundo, temen romper la transmisión de una lengua y de una cultura intrínsecamente propia, y son celosas guardianas de su idiosincrasia a pesar de los intentos de genocidio cultural ejercidos desde la metrópoli.
Si permitimos a quien no es europeo, ni quiere serlo, elegir quién debe gobernar a los europeos, Europa ya no va a ser nunca Europa, sino una entidad en transición: europeos que ceden sus derechos en beneficio de una minoría plutócrata y sin raíces, sin reciprocidad, con la exigencia de dejar de ser pronto aquello por lo que tanto lucharon sus antecesores, y devenir el objetivo último del liberalismo: el reinado del vacío, la exaltación de la nada.